¿Hacia dónde va Turquía?

OPINIÓN. El país presidido por Recep Tayyip Erdogan realizó movimientos geopolíticos audaces que modificaron la estructura de poder en el Mediterráneo y en el Cáucaso. Después de años de enfocar su atención hacia Occidente e intentar la admisión en la Unión Europea, Turquía comienza a proyectar su poder en el vecindario.

Por Santiago Toffoli

Nicolás Maquiavelo decía que “el golpe que se le propugna al enemigo debe ser tal que le resulte imposible vengarse”.

En julio del 2016, luego de 14 años de gobierno del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP, por sus siglas en turco), hubo un intento de golpe de Estado por parte de algunas facciones de las Fuerzas Armadas que fracasó. Desde ese día, Recep Tayyip Erdogan acumuló mucho más poder en el ámbito interno y prevaleció frente a sus rivales en la política doméstica a fuerza de purgas y encarcelamientos.

Una de las primeras implicancias de aquella intentona golpista frustrada fue la celebración de un referéndum, el 16 de abril del 2017. Con una victoria del Sí por 51% a 48%, Turquía adoptaba un sistema presidencialista y eliminaba la figura del Primer Ministro, entre otras reformas. Desde ese día, Erdogan concentra el poder político del Ejecutivo y ocupa el centro de la escena política de Turquía.

A pesar de ser un país islámico y étnicamente distinto al resto de Europa, Turquía fue un aliado tradicional de Occidente. Es, desde hace décadas, miembro de la OTAN, la alianza militar comandada por Estados Unidos desde la época de la Guerra Fría. Pero además, solicitó el ingreso a la Unión Europea, que fue postergado indefinidas veces.

Mientras tanto, la interminable guerra civil siria y los conflictos territoriales en la zona del Kurdistán indujeron a Turquía a actualizar su política de defensa y aumentar el gasto militar. Del 1.8% del PBI que gastaban en 2015, en 2018 ese porcentaje subió a 2.5%. Además del fuerte incremento del presupuesto en Defensa, Turquía comenzó a delinear otro tipo de alianzas. El conflicto sirio lo ubicó como interlocutor directo de Rusia, la otra potencia interviniente en el país árabe. El llamado “Proceso de Astaná” permitió que Erdogan y Putin colaboren estrechamente en la búsqueda de una salida negociada entre el gobierno y la oposición siria. Europa aparecía cada vez más alejada de Ankara.

Asimismo, comenzó a delinearse un lineamiento de gobierno sustentado en la idea de “La Nueva Turquía”. A través de este principio, Erdogan comenzó a ensayar fundamentos ideológicos más firmes hacia Oriente, sin descartar su membresía en la alianza militar de la OTAN, dotando de pragmatismo su relación con Occidente. A partir de ello, el AKP levantó su perfil islamista e inició una mixtura entre mesianismo, política exterior, y religión que difería significativamente de los preceptos tradicionales de la política en Turquía, un país laico desde su fundación, obra del ‘padre de la Patria’ Mustafá Kemal Atatürk, en la década del 20’.

El gobierno de Erdogan no está exento de problemas. En 2018, hubo un desplome importante de la lira turca que bien recordamos los argentinos, debido a que las autoridades nacionales ubicaron a este hecho como un factor que incidió en la crisis económica argentina. Sin embargo, Erdogan mantuvo la iniciativa y la política exterior de Turquía siguió manteniendo un perfil alto con los apoyos a determinados sectores islámicos en la región y la participación en diferentes tableros.

Además, su rol de país de paso entre Asia y Europa le dio una carta importante para negociar con la Unión Europea: los migrantes. Turquía es la primera parada de las personas desplazadas, contadas de a miles desde el inicio de la mal denominada “primavera árabe”, en su largo camino hacia Europa. En ese sentido, la gestión de la cuestión de los refugiados y migrantes fue una moneda de cambio habitual en las relaciones entre Ankara y Bruselas.

Sin embargo, fue en este año de pandemia donde Turquía decidió que su expansión internacional se vuelva más seria.

El neo-otomanismo

Turquía se percibe como la heredera directa del Imperio Otomano que, en su período de gloria, llegó a gobernar desde la Mesopotamia hasta el norte de África, pasando por los Balcanes.

En los últimos años, el gobierno de Erdogan cambió radicalmente su estrategia a nivel internacional. Turquía pasaría de ser un país de musulmanes que pedía entrar al club europeo negociando con los flujos migratorios, a ser una potencia media con vocación de influencia y expansión en todo su vecindario.

La guerra civil en Libia, desatada tras la caída de Muammar Gadafi, tuvo a Turquía como un jugador clave. El gobierno reconocido por la comunidad internacional que preside Fayez al-Serraj estuvo acorralado durante meses en sus combates contra el Ejército Nacional Libio, comandado por Jalifa Hafter. Sin embargo, el armisticio firmado este año fue posible debido a que el gobierno libio recuperó varias posiciones en el campo gracias a, fundamentalmente, el apoyo militar de Turquía y sus envíos de armamento, a pesar de que corría un embargo sobre este último aspecto.

Mientras Turquía tiene un lugar de privilegio en las negociaciones actuales en el país con más reservas de petróleo de África, en la zona oriental del Mediterráneo su armada comenzó a explorar posibles yacimientos de gas. Los buques turcos incursionaron en varias ocasiones en aguas que son reclamadas por Chipre y Grecia, poniendo en tensión la relación con la Unión Europea. La expectativa de contar con recursos energéticos propios en la zona valió lo suficiente para suspender la posible membresía a la UE y plantarse frente a frente ante los líderes europeos.

Con una presencia fortalecida en la ribera sur del Mediterráneo y en la zona oriental del mismo mar, hacia las últimas semanas Turquía abrió el juego hacia otro tablero en su zona de influencia: el Cáucaso. Erdogan manifestó desde el primer momento el apoyo hacia el gobierno de Azerbaiyán, que reactivó un conflicto histórico y latente por décadas con Armenia por el territorio de Nagorno Karabaj. Esta pequeña región montañosa es reconocida formalmente como parte del territorio azerí, pero está habitada por armenios, que lo consideran un Estado independiente conocido como República de Artsaj. La naturaleza de las acciones que pusieron de nuevo en marcha a la maquinaria de guerra fueron iniciadas por Azerbaiyán, conjuntamente con Turquía.

Las semanas que duró la primera guerra pos – pandémica, Azerbaiyán y Armenia intercambiaron ataques mientras que las potencias en la zona tomaban una actitud diferente. Los azeríes contaron con el apoyo fuerte, explícito y multidimensional de Turquía, mientras que Rusia, la otra potencia con influencia en la zona, adoptó una posición ambigua. Moscú tiene una tratado de defensa con Armenia, pero al mismo tiempo le vende armamento a Azerbaiyán. Putin hizo equilibró y sentenció: no ayudaremos a Armenia a menos que sea atacada en su territorio.

Con el correr de los días, el avance azerí obligó a los armenios a firmar el ‘alto el fuego’, con la intervención de Rusia. Azerbaiyán logró la victoria y el control de una gran parte de Nagorno Karabaj, y Armenia entró en una grave crisis política por el descontento generalizado contra su gobierno. Turquía será el observador del cumplimiento de las condiciones del acuerdo junto con Rusia, que ahora ve como otra potencia toma un asiento en la mesa dónde se dirimen los destinos del Cáucaso.

En menos de un año, Libia, el Cáucaso y el Mediterráneo Oriental tienen a Turquía como parte integrante de sus devenires, junto con la presencia ya existente en otros tableros, como Siria. Todo ello, apoyado por un componente religioso que crece en los discursos oficiales del gobierno turco. La histórica basílica de Santa Sofía, en Estambul, fue reconvertida a mezquita este año por Erdogan, después de caso 100 años de ser declarada como museo. La espiritualidad islámica y la expansión de la política exterior de Turquía, un país no árabe, remiten a los viejos tiempos del Imperio Otomano.

Turquía entra en la segunda década del siglo XX sin dejar de lado la pertenencia a la OTAN, alejada de la Unión Europea, y negociando con Rusia y las potencias de Oriente Medio como Irán, Arabia Saudita e Israel los destinos de la zona más conflictiva de los últimos años. Algo es claro: su poder e influencia en la región aumentaron considerablemente.

Conclusiones

El fallido golpe de Estado contra Recep Tayyip Erdogan y su partido, el AKP, posibilitó la concentración del poder en sus manos. Turquía, un país que estratégicamente configura el paso entre dos continentes, pasó de ser un actor marginal en el concierto de las naciones a un interlocutor obligatorio para aquellos que busquen ejercer algún rol en Oriente Medio, el Mediterráneo y el Cáucaso.

Las consecuencias pueden ser múltiples. Algunos afirman que la política activa de Turquía podría terminar empujando a la UE a acercarse a Rusia, luego de años de desconfianza y tensión originadas por varios motivos, como la anexión de Crimea. El país presidido por Putin antes no debía lidiar con Erdogan, y ahora no puede ignorarlo bajo ningún punto de vista.

Por otro lado está Occidente. Turquía sigue albergando la base de Incirlik, donde fuerzas norteamericanas planifican y lanzan operaciones en Medio Oriente. Además, continúa siendo parte de la OTAN, la alianza militar transatlántica que conduce Estados Unidos y que alberga a gran parte de la UE. Sin embargo, su accionar pragmático, su relación cercana con Rusia (a quien le ha comprado armamento recientemente) y su perfil altivo en la región, lo tornan un actor desconfiable para Occidente, algo alimentado por el histórico prejuicio que nuestro hemisferio tiene de los países musulmanes y del mundo islámico en general.

En muchas partes del mundo se mueve el tablero, luego de un año muy particular donde algunas tendencias se aceleraron y otras experimentaron un freno. Entre las primeras, encontramos una Turquía que se considera islámica, heredera de un Imperio y con todo el derecho de pelear por lo que considera suyo.

Habrá que esperar qué consecuencias conlleva esto para el sistema internacional.

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